Marrakech

SANDRA LÓPEZ

Recuerdo de forma especial aquel viaje. Quizás porque lo organicé en un momento delicado para mí, o tal vez porque lo compartí con una de las personas más importantes de mi vida, mi madre. 

Sentía una necesidad imperiosa de romper con mi cotidianeidad que tanto me recordaba a él. Por eso elegí un destino tan exótico. Curiosamente siempre me sentí seducida por la cultura árabe.

Las agencias de viaje enumeran un millón de razones para elegir Marrakech, algunas tan seductoras como la explosión de sentidos que provocan ese cóctel de olores, sabores e imágenes, tan característicos.

Lo cierto es que una vez allí, me sentí un tanto abrumada por tan caótico lugar. Caía la tarde sobre la medina, de los puestos callejeros emanaba una humareda que apenas nos permitía distinguir lo que teníamos delante, un fuerte olor que procedía posiblemente de las curtidurías en las que siguen trabajando las pieles a mano, como se hacía antiguamente, resultaba poco alentador; y por si fuera poco, por allí circulaban, sin normas de ningún tipo, motos, coches, carros y personas. Reconozco que en ese preciso momento me pregunté qué diablos hacíamos en ese lugar.

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Todo cambió a partir de entonces.

Nos alojábamos en un majestuoso hotel, en el que nos habían cambiado de categoría el primer día, al formular una queja porque nuestra habitación no tenía minibar. La mejora fue significativa y a pesar de una aciaga primera impresión, nos sentíamos satisfechas. Por las mañanas, aprovechábamos la piscina del hotel y por las tardes nos acercábamos a la medina.

Teníamos mucho interés en conocer el zoco, y puesto que el primer día el taxista nos embaucó y nos llevó a tiendas en las que entiendo, cobraba comisión, decidimos ir por nuestra cuenta.

Era un poco triste ver como niños de apenas tres o cuatro años, se colgaban de ti y te suplicaban que les dieras un euro. Acto seguido se ofrecían a ser tus guías pero después de la experiencia del día anterior con el taxista, preferimos darle un euro y proseguir nuestro camino solas.

No resultaba difícil encontrar el zoco, lo realmente complicado era desenvolverse allí. La primera vez que fuimos, unos mercaderes nos dejaron llevar mercancía sin pagar porque no llevábamos dinero encima. Cuando intentamos regresar al mismo lugar para saldar nuestra deuda, no fuimos capaces de encontrarlos. Una lástima.

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Después de varios días cultivándonos en el arduo arte del regateo, ya nos movíamos como pez en el agua. Los nativos del lugar nos ofrecían té para calmar nuestra sed, y con alguno que hablaba nuestro idioma, manteníamos largas conversaciones, nos llegaron a invitar a cuscús en un Riad. Me divertía ver como mi madre vacilaba con ellos y aceptaba los camellos que le ofrecían por mí. Eran nobles y se empezó a disipar ese temor de los primeros días.

Me gustó especialmente la plaza Djemaa el-Fna, está frecuentada por músicos callejeros, encantadores de serpientes, tatuadores con henna, puestos en los que vendían un zumo de naranja buenísimo con el que nos alimentábamos a mediodía, puesto que en el hotel solo teníamos incluido desayuno y cena. Es una plaza muy pintoresca, la solíamos visitar de día, de noche se comenta que es todavía más espectacular, con puestos de comida y mucho ambiente.

El penúltimo día, en complicidad con una parejita de españoles que conocimos allí, planeamos visitar el Hotel La Mamounia. Nos colamos en las plantas de las habitaciones hasta que nos descubrieron allí y mi madre en su olvidado francés, improvisó que estábamos buscando el Casino. Y allí terminamos la noche, igual de pobres, pero con una buena anécdota para nuestros nietos.

A la vuelta, caminamos hasta el taxi. Aquel fuerte olor que nos acompañaba esos días, se había desvanecido, y la muralla que rodeaba la medina, cuyo color teja fuerte me había decepcionado en una primera mirada, se tornó algo más suave. Me giré y vi el minarete de la Mezquita Koutoubia, que parecía querer despedirse de mí. Entonces sentí una extraña sensación de nostalgia, cogí de la mano a mi madre y le susurré, volveremos.